Peinando historias | La obsesión de las mexicanas por ser rubias, una historia de clasismo y racismo
Valorar la belleza natural de nuestras melenas castañas y negras es una manera de celebrar nuestras raíces. Si bien aclararse el cabello es una elección personal, no debería ser el estándar.
“Así es, soy prieta, prietita linda… Prieta color del barro de mis cazuelas y mis comales; prieta como chile tatemado, prieta como los frijoles, prieta como el mole, prieta como la obsidiana, prieta como la tierra fértil bajo mis pies descalzos, prieta como mis abuelos, prieta como la noche, prieta raza de bronce. Me dicen prieta y piensan que es insulto, no saben que mi color es mi porte, que si mi piel morena les molesta, es porque no tienen identidad ni amor por su tierra”.
– Yalitza Aparicio, maestra y actriz.
A medida que se acerca el fin de año, muchas mexicanas abarrotamos los salones de belleza para hacernos un poquito más rubias y vernos “arregladas” para las fiestas. Pedimos unas mechas que enmarquen la cara e iluminen la piel, para vernos más finitas y claras. Menos “prietas”, más güeras.
La obsesión de las mujeres mexicanas con aclararse el pelo está enraizada en el racismo y el clasismo, dos fenómenos íntimamente relacionados e interiorizados en nuestra cultura. En México, tener el cabello rubio, la piel blanca y los ojos claros suele ser la personificación de las características físicas deseables y está asociado con el estatus social más alto que uno puede alcanzar. Es sinónimo de poder, prestigio y riqueza —con excepción de algunos descendientes de migrantes europeos en poblaciones rurales como Chipilo (Puebla), o San Rafael (Estado de México), a quienes se les llama despectivamente “güeros de rancho”. No se vaya uno a confundir.
La obsesión de las mujeres mexicanas con aclararse el pelo está enraizada en el racismo y el clasismo, dos fenómenos íntimamente relacionados e interiorizados en nuestra cultura.
La discriminación se expresa por una acumulación histórica de desventajas para los pueblos indígenas y afrodescendientes, que comienza desde tiempos coloniales. Durante la expansión del imperio español, se racializó a las poblaciones indígenas, estableciendo una jerarquía con el propósito de justificar ideológicamente su dominación total. Las mejores posiciones sociales eran reservadas para los europeos y eso hizo que las diferencias en la sociedad novohispana fueran de casta y no de clase.
En el siglo XIX, la bota imperialista de varios de los países que habían colonizado gran parte del mundo a partir del siglo XV pisaba fuerte sobre las naciones latinoamericanas ya independientes. Esto implicaba, entre otras cosas, que los modelos europeos influían mucho en el imaginario colectivo.
Para la segunda mitad del siglo XIX, casi todos los países estaban enfrentados al dilema de qué hacer en términos de la conformación de su respectiva nación étnica, porque dentro de su territorio nacional coexistían dos o más razas. Entonces, las élites mexicanas idearon y lograron poner en marcha una solución: que la encarnación de las características ideales de la nacionalidad sería la población mestiza, producto de dos sangres y culturas, la indígena y la española. Este proyecto escondió durante décadas la existencia y persistencia del racismo e invisibilizó de manera particular a las poblaciones afrodescendientes.
En los últimos años, los estudios que relacionan el tono de piel con variables socioeconómicas como escolaridad, empleo, nivel de ingreso y movilidad social han cobrado relevancia. De acuerdo con la bibliografía más reciente, la población con tonos de piel oscuros está expuesta a mayores índices de pobreza y desempleo, así como a peores condiciones de salud y escolaridad.
Quienes tienen la piel más clara tienen una mayor escolaridad y concentran los mayores ingresos económicos, según el informe Vida y color de piel de El Colegio de México, que analiza las cuatro principales encuestas que hay en el país para entender el papel que juega el color de piel en la vida de los mexicanos. Asimismo, los resultados muestran que es más fácil escalar socialmente para las personas con tonos de piel más claros que para quienes tienen la tez oscura.
El racismo se transmite y reproduce culturalmente. En 2011, como parte de la campaña Racismo en México, 11.11 Cambio Social realizó un trabajo de investigación replicando un experimento diseñado por Kenneth y Mammie Clark en los años 30 en Estados Unidos. En él, se realizaron entrevistas a niñas y niños mexicanos sobre las cualidades que atribuyen a dos muñecos, uno blanco y uno moreno. En la mayoría de las respuestas, el blanco es el bonito, el bueno, el confiable y al que quieren parecerse, mientras que el moreno es todo lo contrario.
También está, por ejemplo, en la representación de personas morenas, indígenas y afrodescendientes en el cine, televisión y publicidad como figuras violentas, grotescas, torpes, ignorantes, bárbaras o hipersexualizadas, en contraste con los protagonistas y otros personajes adinerados, generalmente interpretados por actores con rasgos caucásicos.
Incluso, la discriminación está tan interiorizada que la manifestamos de manera cotidiana con la repetición constante de estereotipos racializados populares, como aquel de los bebés “morenitos pero bonitos”, que ancla los discursos racistas en el subconsciente desde temprana edad y transforma en aspiración social colectiva encontrar estrategias para “mejorar la raza”.
Es en este proceso de racialización que los rasgos físicos cobran relevancia como criterios de discriminación y exclusión social, volviéndolos factores determinantes de las desigualdades sociales. Es decir, las características personales, como el tono de piel, se convierten en predictores de destinos socioeconómicos. En el imaginario colectivo, la pobreza tiene rostro moreno, mientras que la élite sigue viéndose blanca. Así, la brutal desigualdad de nuestra sociedad nos resulta natural e, incluso, inevitable: los pobres deben serlo porque son diferentes de los ricos, desde su mismo aspecto físico.
Las características personales, como el tono de piel, se convierten en predictores de destinos socioeconómicos. La pobreza tiene rostro moreno, mientras que la élite sigue viéndose blanca.
No podemos cambiar nuestro color de piel, pero sí el del cabello. Un indicador del carácter racista de una parte de la sociedad mexicana es el uso extendido de tintes rubios para el cabello, en un país donde la gran mayoría de la población es morena y de pelo oscuro. Según un estudio realizado por una conocida marca de cosméticos en 2005, apenas 3% de las mexicanas son rubias naturales. En cambio, el castaño es el color más común. No obstante, solo 20% de la población femenina conserva su color original.
A falta de estudios actuales al respecto, hicimos una pequeña encuesta en nuestra cuenta de Instagram (@allthingshairmex) en la que 25% de las mujeres que se tiñen el cabello confiesan hacerlo de rubio. A juzgar por las búsquedas en Google, el “balayage rubio” y el “rubio cenizo” son, respectivamente, la técnica y el tono más populares, con 40,500 consultas mensuales.
Tal vez, las mexicanas queremos ser rubias porque aspiramos constantemente a nuestro pasado europeo, pero también —hay que decirlo— para acercarnos al sueño americano. En México se consume tanto contenido estadounidense que es imposible no mirarse con el mismo espejo. Pero es, sobre todo, una cuestión de estatus: cuando, en nuestra encuesta, les preguntamos a las lectoras por qué eligen el rubio, una respuesta común fue “para verme más clara”. Y ya sabemos lo que eso significa: una probada del privilegio blanco.
Por supuesto, reflexionar sobre por qué hacemos lo que hacemos es el primer paso para transformar el discurso racista. La manera en que las expectativas sociales impulsan nuestra toma de decisiones en torno a nuestros cuerpos, emociones y apariencia tiene un efecto directo en cómo nos mostramos en el mundo. ¿A quién nos queremos parecer y por qué? Debe existir un ejercicio consciente para delimitar lo que pertenece a nuestros valores individuales y lo que no, con el fin de evitar un intento de réplica de una estética que, quizás, no tiene que ver con la propia. Más que nunca, la belleza es política. Y lo dice una güera de rancho.
Enamórate tu pelo: 5 ‘tips’ realistas para aprender a amarlo tal como es
Los estándares de belleza suelen diferir entre culturas, pero si algo compartimos casi todas las mujeres —sin importar nuestro origen— es que, en algún momento, hemos deseado una melena distinta de la que la genética nos otorgó.
El cabello es una de nuestras características más distintivas, así que es normal que nos obsesionemos con él. Y aunque puede ser un medio divertido para expresar nuestra personalidad, también tiene el potencial de convertirse en una fuente de inseguridad y baja autoestima.
No hay nada de malo en jugar con tu pelo, pero nunca debes creer que no es hermoso tal como es. A continuación, hemos creado una lista de consejos para aprender a amarlo y celebrar su apariencia ¡todos los días!
1. Recuerda que tu cabello te hace única
Al igual que cualquier habilidad o característica especial —desde el talento artístico hasta las pecas—, tu cabello es parte de lo que te hace ser tú. ¿Te imaginas lo aburrido que sería el mundo si todos tuviéramos la misma apariencia?
A veces es importante recordar que, por cada persona que te hace sentir incómoda por como es tu cabello, hay alguien más a quien le encantaría tener una melena como la tuya.
2. Piensa qué te molesta de tu pelo
El rechazo hacia tu melena no siempre es consecuencia de las opiniones de los demás. Quizás no te gusta porque tus chinos no lucen definidos o, aunque es lacio, se engrasa de más. Por eso, es importantísimo conocer tu tipo de cabello. Aprender a identificar su patrón, porosidad, densidad y necesidades es una manifestación de amor propio —o, por lo menos, la única manera de comenzar a aceptar tu melena en su estado original.
Por otro lado, cuando solo vemos cierto tipo de pelo en los medios y este no se parece al nuestro, muchas veces quisiéramos cambiarlo por uno diferente. Pensar así no solo lastima nuestra autoestima, sino que nos puede llevar a dañarlo con químicos y herramientas de calor.
Editor’s tip: Intenta seguir a influencers que tengan melenas similares a las tuyas. La representación es importante y sus consejos te resultarán todavía más valiosos.
3. Encuentra soluciones
Una buena noticia es que no es tan difícil resolver muchas de las problemáticas capilares más comunes. Por ejemplo, prevenir el encrespamiento matutino puede ser tan simple como lavarte el pelo en la mañana y no en la noche.
Probar distintos productos, diseñados para tu tipo de pelo y sus necesidades, también puede ayudarte a encontrar una solución.
4. Experimenta con un nuevo estilo
Si estás aburrida de tu apariencia, intentar un nuevo corte o peinado puede ser la solución. Investiga todas las cosas increíbles que puedes hacer con tu melena al natural. Algunos recogidos se ven absolutamente fantásticos con el cabello chino, mientras que ciertas trenzas complicadas son más fáciles de elaborar con el pelo lacio. Darte cuenta de todo lo que puedes hacer con tu color o textura en particular te ayudará a apreciar lo que tienes.
5. Recuerda que el uso de tintes y herramientas térmicas es opcional
¿Crees que no puedes vivir sin tu balayage? Trata de tomarte un descanso. El uso de químicos y herramientas de calor no solo daña el cabello, sino que tiene el potencial de convertirse en un hábito, de modo que, después de cierto tiempo, creas que necesitas teñir, rizar o alaciar tu melena solo para verte “normal” o sentirte tú misma.
Lo cierto es que nunca aprenderás a amar tu pelo si no lo luces tal como es. Ármate de valor y sal al mundo con tu cabello natural. ¡Te sorprenderán todos los cumplidos que vas a recibir!